jueves, 30 de octubre de 2014



Frecuentemente escucho lamentar, con razón, la casi extinción de los personajes de nuestra mitología. En los ríos, acaso ahuyentados por la contaminación, los duendes ya no lanzan florecillas a las jóvenes hermosas, y la Siguanaba no golpea más sus descomunales tetas en las piedras. Sin embargo, uno de aquellos personajes se ha colado en la posmodernidad, se ha quitado la sotana y deambula disfrazado como un individuo normal y común: el hombre sin cabeza.
Este hijo putativo del “padre” que entenebreció más de una noche nuestra infancia, deambula hoy por los caminos de la patria y de la sociedad, de la política y del arte, muchas veces sin darse cuenta que lo es.
El hombre sin cabeza es el que al levantarse todos los días, comprueba que tiene la mesa bien servida, y olvidando que muchos otros no tienen ni siquiera mesa, considera que vive en el mejor mundo posible, porque donde debería tener la cabeza sólo tiene el estómago.
El hombre sin cabeza es el que, sin conocer la historia y acaso con razón, condena por ejemplo a Cuba, sin advertir que en esa condena está el germen del despotismo y la intolerancia, pues condena simplemente lo diferente, lo que no conoce, lo que no está de acuerdo con su propia forma de pensar; y se traga el argumento de los tantos “balseros” cubanos, sin ponerse a pensar en cuántos hermanos salvadoreños se lanzan por tierra a la conquista del mismo sueño, que casi siempre termina en espejismo.
El hombre sin cabeza es el que elogia un libelo llamado el perfecto idiota y sin importar si es de izquierda, derecha o centro, asume que son sabias sus páginas, sin advertir que fue escrito por otros idiotas sin cabeza.
La mujer sin cabeza –que también las hay- es la que relaciona el amor con la cartera y no con el corazón; nunca cree en su hombre, porque nunca cree en sí misma y vive al fin de cuentas dos vidas falsas, dos almas inexistentes, dos mentiras sin solución.
El hombre sin cabeza es el que espera cien días de gobierno para darse cuenta que esos días fueron iguales o peores que los anteriores y entonces lanza un grito lastimero que sólo es una catarsis que lo deja listo para soportar otros cien, y ya no mide la existencia por la intensidad de sus días, sino por lo eventos electorales.
El hombre sin cabeza es intelectual y divertido, "pero lo más divertido es mirar cómo se mandan mutuamente cartas, poesías y alabanzas, donde se prodigan elogios los necios y los ignorantes. 'Tu superas a Alces', dice uno. 'Tu' contesta el otro 'eres más valioso que  Calimaco.' 'Tu eres un Cicerón', dice uno. 'Y tu eres más sabio que Platón', replica el otro." (Erasmo)
Al hombre sin cabeza, lo vemos con los estatutos de su partido, cualquier partido, bajo el brazo, y lo escuchamos proclamar que allí está la esencia de la sabiduría y la estrategia política para liberarnos de todos los males humanos y divinos, olvidando que hay otras ideas, otros argumentos, otros hombres que piensan y quieren reinventar el mundo para hacerlo más fraterno y solidario.
El hombre y la mujer sin cabeza, entran contritos a la iglesia como se entra al cine, y luego de aplaudir el advenimiento del reino de justicia, regresa a su casa y continua indiferente ante los miles de parias lanzado por la exclusión social a los fondos tenebrosos de la miseria.  
Cuando camina por los grandes centros comerciales, el hombre y la mujer sin cabeza llena el espacio donde debería estar el seso con las luces y el oropel que sus ojos admiran, y niega la miseria que a pocas cuadras crece en las zonas marginales, confundiendo la ilusión del marketing con la realidad del país que se acerca al precipicio como naufragante barco que se hunde en las olas de la publicidad y la mentira.
Algo pues, por suerte, queda de nuestra mitología… Cómo podría ser de otra manera, si el país todo, se está convirtiendo en una región mítica y engañosa, en la que el hombre y la mujer sin cabeza caminan por el mundo pensando quien sabe qué, si es que alguien puede pensar sin cabeza.

jueves, 28 de agosto de 2014

Imagen de Rogelio Barrera



Cuando se patean las calles de la ciudad, por necesidad o ganas simples de caminar sin rumbo, uno se encuentra con frecuencia hombres y mujeres singulares, que son más de lo que parecen: payasos que leen emocionados a Roque Dalton, vendedoras de periódicos que de tanto vocearlos se han vuelto eruditas, putas que escriben poemas de amor entre polvo y polvo, desempleados que en las pausas de su búsqueda inventan cuentos para espantar el hambre y mendigos que el bregar por el pan ha convertido en filósofos.
Victorino, es uno de estos filósofos del día a día. Lo encontré una tarde en la Terminal de Occidente, yo fumaba un cigarrillo y leía un periódico antes de abordar el bus a Sonsonate. Se me acercó y contrario a lo que esperaba, no me pidió dinero sino el periódico, “aunque sea prestado”.
Como de todas maneras ya había consumido mi dosis de infamia gráfica, se lo di sorprendido y divertido. Le vi hojear el periódico y, entre gruñidos y gestos, detenerse en uno y otro título. De pronto dijo entre dientes: “¡Estamos jodidos!”
-¿Qué…? –le pregunté medio distraído.
—Nada… —contestó—. De todas maneras, para los que estamos fregados las cosas siguen igual. Es que el mundo —sentenció con aire doctoral— es como un gran gallinero, hoy unas gallinas duermen arriba y mañana otras, pero las de abajo siempre amanecen cagadas.
En ese momento la 205 arrancó el motor y dejé trunca aquella conversación, que sirvió para entretener mi mente durante el viaje.
Ciertamente, pensé, el concepto de Victorino sobre la realidad es el más difundido entre mis semejantes. Y, fatalista como es, no deja de tener razón, porque ese pensamiento es la síntesis histórica del capitalismo que enseña, tras la máscara de la doble moral, que al que está jodido hay que joderlo más.
Y es que el pensamiento del hombre es producto de sus experiencias, y a las grandes mayorías condenadas al naufragio permanente —sí, condenadas porque la movilidad social es para los que tienen con qué movilizarse—, sus vidas sin futuro, sus esfuerzos vanos por salir de la pobreza, los vuelve pesimistas.
Es irónico, digo yo mientras miro desde el bus el faro apagado de Izalco, pero ese pensamiento también complace a los que duermen arriba, ya que hace del hombre un ser sin esperanzas, sin sueños ni horizonte qué perseguir, sin utopías. ¿Será por eso que para los teoristías del capitalismo, utopía es un insulto y un estigma?
Amigo Victorino, quizás tengas razón en lo que el mundo ha sido hasta ahora, pero hay otros mundos sin gallineros, sin corrupción, sin sueños rotos. Y no importa si existen referentes o no, porque, como expresa un verso de La Internacional de Eugène Pottier, «nada somos, todo vamos a ser».