Frecuentemente escucho
lamentar, con razón, la casi extinción de los personajes de nuestra mitología.
En los ríos, acaso ahuyentados por la contaminación, los duendes ya no lanzan
florecillas a las jóvenes hermosas, y la Siguanaba no golpea más sus
descomunales tetas en las piedras. Sin embargo, uno de aquellos personajes se
ha colado en la posmodernidad, se ha quitado la sotana y deambula disfrazado
como un individuo normal y común: el hombre sin cabeza.
Este hijo putativo del
“padre” que entenebreció más de una noche nuestra infancia, deambula hoy por
los caminos de la patria y de la sociedad, de la política y del arte, muchas
veces sin darse cuenta que lo es.
El hombre sin cabeza es el
que al levantarse todos los días, comprueba que tiene la mesa bien servida, y
olvidando que muchos otros no tienen ni siquiera mesa, considera que vive en el
mejor mundo posible, porque donde debería tener la cabeza sólo tiene el
estómago.
El hombre sin cabeza es el
que, sin conocer la historia y acaso con razón, condena por ejemplo a Cuba, sin
advertir que en esa condena está el germen del despotismo y la intolerancia,
pues condena simplemente lo diferente, lo que no conoce, lo que no está de
acuerdo con su propia forma de pensar; y se traga el argumento de los tantos
“balseros” cubanos, sin ponerse a pensar en cuántos hermanos salvadoreños se
lanzan por tierra a la conquista del mismo sueño, que casi siempre termina en
espejismo.
El hombre sin cabeza es el
que elogia un libelo llamado el perfecto idiota y sin importar si es de izquierda,
derecha o centro, asume que son sabias sus páginas, sin advertir que fue
escrito por otros idiotas sin cabeza.
La mujer sin cabeza –que también
las hay- es la que relaciona el amor con la cartera y no con el corazón; nunca
cree en su hombre, porque nunca cree en sí misma y vive al fin de cuentas dos
vidas falsas, dos almas inexistentes, dos mentiras sin solución.
El hombre sin cabeza es el
que espera cien días de gobierno para darse cuenta que esos días fueron iguales
o peores que los anteriores y entonces lanza un grito lastimero que sólo es una
catarsis que lo deja listo para soportar otros cien, y ya no mide la existencia
por la intensidad de sus días, sino por lo eventos electorales.
El hombre sin cabeza es
intelectual y divertido, "pero lo
más divertido es mirar cómo se mandan mutuamente cartas, poesías y alabanzas,
donde se prodigan elogios los necios y los ignorantes. 'Tu superas a Alces',
dice uno. 'Tu' contesta el otro 'eres más valioso que Calimaco.' 'Tu eres un Cicerón', dice uno. 'Y
tu eres más sabio que Platón', replica el otro." (Erasmo)
Al hombre sin cabeza, lo
vemos con los estatutos de su partido, cualquier partido, bajo el brazo, y lo
escuchamos proclamar que allí está la esencia de la sabiduría y la estrategia
política para liberarnos de todos los males humanos y divinos, olvidando que
hay otras ideas, otros argumentos, otros hombres que piensan y quieren
reinventar el mundo para hacerlo más fraterno y solidario.
El hombre y la mujer sin
cabeza, entran contritos a la iglesia como se entra al cine, y luego de
aplaudir el advenimiento del reino de justicia, regresa a su casa y continua
indiferente ante los miles de parias lanzado por la exclusión social a los
fondos tenebrosos de la miseria.
Cuando camina por los
grandes centros comerciales, el hombre y la mujer sin cabeza llena el espacio
donde debería estar el seso con las luces y el oropel que sus ojos admiran, y
niega la miseria que a pocas cuadras crece en las zonas marginales,
confundiendo la ilusión del marketing con la realidad del país que se acerca al
precipicio como naufragante barco que se hunde en las olas de la publicidad y
la mentira.
Algo pues, por suerte, queda
de nuestra mitología… Cómo podría ser de otra manera, si el país todo, se está
convirtiendo en una región mítica y engañosa, en la que el hombre y la mujer
sin cabeza caminan por el mundo pensando quien sabe qué, si es que alguien
puede pensar sin cabeza.