Por un cliché
muy difundido en la literatura y el cine, consideramos tristes las vías
férreas; quizá porque la perspectiva las hace parecer infinitas e imposible
llegar al horizonte que frente a ellas se abre.
Hoy, que mi
trashumar me ha llevado a caminar un trecho de la vía en Soya pango, advierto
que mis primeras impresiones de la «línea del tren» son de una alegría que aún
no se me acaba.
En la infancia,
los viajes en tren a Caluco propiciaban una caminata sobre la línea. Una fiesta
en las que el traqueteo de los vagones y el resoplar de la locomotora eran el
rock de fondo, y el pito esporádico el estribillo. En la adolescencia, la vía
férrea continuó siendo el camino de la felicidad y la aventura, cuando con
Efraín Carpio y Joaquín, el deseo de viajar y conocer otras tierras y otros
cielos lo domábamos con caminatas sin destino sobre durmientes y rieles que
eran nuestro camino de ladrillos amarillos.
Después hube de
conocer otras vías férreas. Y aunque no velaron en mi memoria la felicidad que
para mi representan, conturbaron mi corazón y lluviecieron mis ojos.
Qué tristes por
ejemplo, las de Nicaragua, tendidas bajo un sol puro e inclemente, entre nubes
de polvo ardiente que se confundían con el humo de la vieja locomotora a punto de desarmarse en cualquier momento.
Y que tristes
también las vías ticas —bien cuidadas durante mi trashumar por Costa Rica—, a
pesar del jolgorio de los viajeros y del ritmo caribeño que los negros sumaban
al recorrido.
La vida me dice
ahora, que la tristeza era un reflejo del destierro. Las vías férreas eran una
manera de sentir, como en la herida al alcohol, la distancia que nos separa de
la tierra primigenia y los seres que la pueblan; una forma atroz de recordar
que el camino que estaba frente a uno, podía conducir a cualquier parte menos a
casa.
A la cual volví,
a pesar de todo. Para comprender azorado que es cierto: son tristes las vías
férreas. Y además de tristes, se complacen en gritarlo; no sólo por su abandono
y su fuga al infinito, sino por la miseria que a sus lados se concentra.
Decenas de miles
de hogares salvadoreños viven su tragedia a orillas de la «línea». Parias,
desplazados, marginados pueblan sus costados como esporas de la miseria;
profesionales, empleados públicos, obreros, desempleados, hombres y mujeres que
no encontraron otra solución para su necesidad de abrigo, son los que dan vida
—melancólica y sencilla pero vida al fin— a las vías férreas de El Salvador.
Las niñas y los
niños descalzos, vestidos con harapos, que juegan entre los durmientes de la
línea, con todo y la felicidad que mana de su inocencia son pústula de la
sociedad y cafre falta de equidad y oportunidades para todos.
Son otro mundo,
las líneas del tren, construido a golpe de carencia y sueños rotos, donde el
rostro del sistema se muestra sin su máscara; y las antenas que aquí y allá se
yerguen como plateados y secos izotes, más que el desarrollo muestran el rostro
de una vida que naufraga entre el marasmo del consumismo y la contradicción.
Son tristes en
verdad las vías férreas, como son tristes las vidas que a sus costados crece… Y
aún así, quienes a su abrigo viven soñando con dejarlas atrás, las prefieren
antes que verse deambulando por la ciudad sin techo, sin un lugar donde reposar
del trajinar diario, sin un patio donde sus hijos jueguen.