martes, 21 de abril de 2015



Por un cliché muy difundido en la literatura y el cine, consideramos tristes las vías férreas; quizá porque la perspectiva las hace parecer infinitas e imposible llegar al horizonte que frente a ellas se abre.
Hoy, que mi trashumar me ha llevado a caminar un trecho de la vía en Soya pango, advierto que mis primeras impresiones de la «línea del tren» son de una alegría que aún no se me acaba.
En la infancia, los viajes en tren a Caluco propiciaban una caminata sobre la línea. Una fiesta en las que el traqueteo de los vagones y el resoplar de la locomotora eran el rock de fondo, y el pito esporádico el estribillo. En la adolescencia, la vía férrea continuó siendo el camino de la felicidad y la aventura, cuando con Efraín Carpio y Joaquín, el deseo de viajar y conocer otras tierras y otros cielos lo domábamos con caminatas sin destino sobre durmientes y rieles que eran nuestro camino de ladrillos amarillos.
Después hube de conocer otras vías férreas. Y aunque no velaron en mi memoria la felicidad que para mi representan, conturbaron mi corazón y lluviecieron mis ojos.
Qué tristes por ejemplo, las de Nicaragua, tendidas bajo un sol puro e inclemente, entre nubes de polvo ardiente que se confundían con el humo de la vieja locomotora a punto de desarmarse en cualquier momento.
Y que tristes también las vías ticas —bien cuidadas durante mi trashumar por Costa Rica—, a pesar del jolgorio de los viajeros y del ritmo caribeño que los negros sumaban al recorrido.
La vida me dice ahora, que la tristeza era un reflejo del destierro. Las vías férreas eran una manera de sentir, como en la herida al alcohol, la distancia que nos separa de la tierra primigenia y los seres que la pueblan; una forma atroz de recordar que el camino que estaba frente a uno, podía conducir a cualquier parte menos a casa.
A la cual volví, a pesar de todo. Para comprender azorado que es cierto: son tristes las vías férreas. Y además de tristes, se complacen en gritarlo; no sólo por su abandono y su fuga al infinito, sino por la miseria que a sus lados se concentra.
Decenas de miles de hogares salvadoreños viven su tragedia a orillas de la «línea». Parias, desplazados, marginados pueblan sus costados como esporas de la miseria; profesionales, empleados públicos, obreros, desempleados, hombres y mujeres que no encontraron otra solución para su necesidad de abrigo, son los que dan vida —melancólica y sencilla pero vida al fin— a las vías férreas de El Salvador.
Las niñas y los niños descalzos, vestidos con harapos, que juegan entre los durmientes de la línea, con todo y la felicidad que mana de su inocencia son pústula de la sociedad y cafre falta de equidad y oportunidades para todos.
Son otro mundo, las líneas del tren, construido a golpe de carencia y sueños rotos, donde el rostro del sistema se muestra sin su máscara; y las antenas que aquí y allá se yerguen como plateados y secos izotes, más que el desarrollo muestran el rostro de una vida que naufraga entre el marasmo del consumismo y la contradicción.
Son tristes en verdad las vías férreas, como son tristes las vidas que a sus costados crece… Y aún así, quienes a su abrigo viven soñando con dejarlas atrás, las prefieren antes que verse deambulando por la ciudad sin techo, sin un lugar donde reposar del trajinar diario, sin un patio donde sus hijos jueguen.

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