viernes, 4 de septiembre de 2015

"Y soñé con un ser idéntico a mí que mostraba una lámpara y decía que había terminado la noche" (Roque Dalton. Las cicatrices-El turno del ofendido)



El maestro ese, el jodedor ese, el solemne irónico ese, el Roque Antonio Dalton García ese, empezó a caminar a mi lado hace ya cuarenta años. Quince tenía yo recién cumplidos y él recién había sido asesinado. Desde entonces, junto a Dagoberto Vega Cea —mi padre—, Cesar Vallejo, Nelson Brizuela, Herman Hesse y Carlos Martínez Rivas, el Dalton es una de las presencias definitivas en mi vida. No lo considero una influencia literaria; la verdad, aunque no encuentro un por qué, nunca quise escribir como él, nunca me dio por estudiarlo “seriamente” ni por desentrañar su técnica y descubrir sus recursos, me bastó y me basta con leerlo con la misma actitud con que escucho a mis más queridos amigos, un poco distraído y otro poco agradecido por la dicha de saberlos a mi lado.

Acaso esa manera de relacionarme con el poeta es para nada intelectual, y me alegra que así sea, pues el tufillo de ese calificativo siempre me causa escozor en la nariz. Además, ahora que ya vengo de regreso, pienso que al Roque le hubiese parecido mejor así, porque consciente lúcido de sus propias influencias literarias, lo era también —y nos lo dijo— de que la poesía no está hecha solo de palabras. Por eso, poco, digo yo, le habría interesado inducir influencia, si esta se hubiese limitado a la forma, a una influencia de manual y academia. Lo que aprendí de Roque, si es que algo aprendí, también de Nelson lo aprendí: retorcerle el cuello al cisne de la puta poesía e intentar encontrar mi propia voz. Y si esa voz, en mi caso, tiene la felicidad triste de la ebriedad, es bueno para mí que sea así, porque yo, como aquel, amo el amor, la vida, el dulce encanto de las cosas, el paisaje celeste de los días de enero... y, por qué no decirlo, he amado también las borracheras idas que me salvaron de los horrores y la hipocresía burguesa de un tiempo y un sistema con el que nunca he podido ni quiero pactar.

Pero bien, si no reivindico para mí la influencia literaria del Roque ese (aunque sí hay una que declararé al final), sí estoy seguro que su obra, paradójicamente como la Biblia o el Quijote, que tantos citan y pocos leen, es encrucijada de múltiples caminos. En uno de esos caminos pretendo trashumar, cuando el ánimo me guíe, en esta columna, a riesgo de parecer, no el gran escrutador, sino apenas un pequeño e irreverente pariente del Dalton ese que me ha acompañado largo tiempo. Y es que he descubierto, que de la poesía de Roque me saltan a la cara y a la conciencia versos que me llevan hacia diversos parajes —del amor, la política, la existencia, la derrota— de mi propia reflexión.

Es decir que he encontrado una forma de trashumar roquendo que me sustrae de los templos donde pastan las vacas, y que partiendo de un par de versos del Dalton ese, me producen ganas de decir lo que pienso o siento, o siento y pienso, cuando las palabras me atorzonan el gaznate y de nada me sirven los sesudos análisis de los analistas, ni las lúcidas propuestas políticas de los políticos, ni las alentadoras palabras de los palabreros de la Palabra, ni los lindos versos de los liróforos celestes.

Y, para terminar, la verdad es que sí hay en mí una evidente influencia daltoniana desde que soy chiquito, que he preferido declarar de último valiéndome de una anécdota de mis primeros tiempos. De aquellos tiempos cuando en los hornos de la patria se cocía entre esperanzas y angustias la guerra.

En una pausa de la conspiración, en el local de Andes 21 de Junio del Sonsonate de mi juventud ida, nos encontrábamos jugando pin pon con el seco Salva, un dirigente sindical de la industria eléctrica. Aquel local era también local subrepticio del Fapu (Frente de Acción Popular Unificada). El profe Chusito esperaba su turno para jugar y mientras tanto se entretenía leyendo la Chispa, un boletín que publicábamos los estudiantes de Ardes (Acción Revolucionaria de Estudiantes de Secundaria) de la cual su servidor era Secretario General. En el pequeño boletín mimeografiado que leía Chusito estaba el primer poema que publiqué. Lo leyó y de pronto el profe dijo: “Este Tavo se parece a Roque Dalton... ¡es narizón!”
Yo recién había cumplido los quince años y recién habían asesinado a Dalton, desde entonces amé a Roque y me dio por leerlo sin imaginar que cuarenta años después aun lo seguiría leyendo y viendo en mis sueños a un poeta que me muestra una lámpara.

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