El maestro ese, el jodedor ese, el solemne irónico ese, el
Roque Antonio Dalton García ese, empezó a caminar a mi lado hace ya cuarenta
años. Quince tenía yo recién cumplidos y él recién había sido asesinado. Desde
entonces, junto a Dagoberto Vega Cea —mi padre—, Cesar Vallejo, Nelson Brizuela,
Herman Hesse y Carlos Martínez Rivas, el Dalton es una de las presencias
definitivas en mi vida. No lo considero una influencia literaria; la verdad,
aunque no encuentro un por qué, nunca quise escribir como él, nunca me dio por
estudiarlo “seriamente” ni por desentrañar su técnica y descubrir sus recursos,
me bastó y me basta con leerlo con la misma actitud con que escucho a mis más
queridos amigos, un poco distraído y otro poco agradecido por la dicha de
saberlos a mi lado.
Acaso esa manera de relacionarme con el poeta es para nada
intelectual, y me alegra que así sea, pues el tufillo de ese calificativo
siempre me causa escozor en la nariz. Además, ahora que ya vengo de regreso,
pienso que al Roque le hubiese parecido mejor así, porque consciente lúcido de
sus propias influencias literarias, lo era también —y nos lo dijo— de que la
poesía no está hecha solo de palabras. Por eso, poco, digo yo, le habría
interesado inducir influencia, si esta se hubiese limitado a la forma, a una
influencia de manual y academia. Lo que aprendí de Roque, si es que algo
aprendí, también de Nelson lo aprendí: retorcerle el cuello al cisne de la puta
poesía e intentar encontrar mi propia voz. Y si esa voz, en mi caso, tiene la
felicidad triste de la ebriedad, es bueno para mí que sea así, porque yo, como aquel, amo el amor, la vida, el dulce encanto de las cosas, el paisaje celeste
de los días de enero... y, por qué no decirlo, he amado también las borracheras idas que me
salvaron de los horrores y la hipocresía burguesa de un tiempo y un sistema con
el que nunca he podido ni quiero pactar.
Pero bien, si no reivindico para mí la influencia literaria
del Roque ese (aunque sí hay una que declararé al final), sí estoy seguro que
su obra, paradójicamente como la Biblia o el Quijote, que tantos citan y pocos
leen, es encrucijada de múltiples caminos. En uno de esos caminos pretendo trashumar,
cuando el ánimo me guíe, en esta columna, a riesgo de parecer, no el gran
escrutador, sino apenas un pequeño e irreverente pariente del Dalton ese que me
ha acompañado largo tiempo. Y es que he descubierto, que de la poesía de Roque
me saltan a la cara y a la conciencia versos que me llevan hacia diversos
parajes —del amor, la política, la existencia, la derrota— de mi propia
reflexión.
Es decir que he encontrado una forma de trashumar roquendo que me sustrae de los templos
donde pastan las vacas, y que partiendo de un par de versos del Dalton ese, me
producen ganas de decir lo que pienso o siento, o siento y pienso, cuando las
palabras me atorzonan el gaznate y de nada me sirven los sesudos análisis de
los analistas, ni las lúcidas propuestas políticas de los políticos, ni las
alentadoras palabras de los palabreros de la Palabra, ni los lindos versos de
los liróforos celestes.
Y, para terminar, la verdad es que sí hay en mí una evidente
influencia daltoniana desde que soy chiquito, que he preferido declarar de
último valiéndome de una anécdota de mis primeros tiempos. De aquellos tiempos
cuando en los hornos de la patria se cocía entre esperanzas y angustias la
guerra.
En una pausa de la conspiración, en el local de Andes 21 de
Junio del Sonsonate de mi juventud ida, nos encontrábamos jugando pin pon con
el seco Salva, un dirigente sindical de la industria eléctrica. Aquel local era
también local subrepticio del Fapu (Frente de Acción Popular Unificada). El
profe Chusito esperaba su turno para jugar y mientras tanto se entretenía
leyendo la Chispa, un boletín que publicábamos los estudiantes de Ardes (Acción
Revolucionaria de Estudiantes de Secundaria) de la cual su servidor era
Secretario General. En el pequeño boletín mimeografiado que leía Chusito estaba
el primer poema que publiqué. Lo leyó y de pronto el profe dijo: “Este Tavo se
parece a Roque Dalton... ¡es narizón!”
Yo
recién había cumplido los quince años y recién habían asesinado a Dalton, desde
entonces amé a Roque y me dio por leerlo sin imaginar que cuarenta años después
aun lo seguiría leyendo y viendo en mis sueños a un poeta que me muestra una
lámpara.
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