jueves, 24 de septiembre de 2015

"Los viejos son los aleccionados de los dioses para joder a los elegidos de los dioses." Roque Dalton - Gerontofagia pero... (Un libro levemente odioso)



Los jóvenes son el futuro de la patria, escucho decir por todos lados y en toda boca. Cuando pienso que esta famosa aseveración de aparente sabiduría es pronunciada con total contundencia por reinas de belleza —toc, toc, ¿hay algo dentro de esa hermosa cabecita—, payasos y altos dignatarios y líderes políticos y religiosos de todos los tintes y posicionamientos ideológicos y creencias, despierta en mí la sospecha de que algo nefasto y podrido debe cubrir o encubrir. ¿Por qué tanta unanimidad en entregarle el futuro a los jóvenes? ¿Por qué los dirigentes partidarios, empresariales y religiosos incapaces de ceder su liderazgo a la juventud se llenan la boca con la famosa frase? Los dirigentes partidarios, viejitos y temblorosos, atacadas sus mentes por una especie de alzheimer ideológico, olvidan todo: historia, muertos, principios, objetivos y sueños, pero no se olvidan de heredar el futuro de la patria a los jóvenes.
Desde el más humilde padre de familia hasta el más preclaro “analista” político o económico —toc, toc, ¿qué hay dentro de esa cabezota?—, aseguran que los jóvenes son el futuro de la patria; desde la más sencilla y esforzada ama de casa hasta la más bella o fortachona feminista aseveran que la juventud es el futuro de la patria; desde el más desdichado analfabeta hasta el más encumbrado intelectual, orgánico o inorgánico, gritan que los jóvenes son el futuro de la patria... Y todos lo hacen, diría acaso Roque, luciendo los escudos patrios y acompañados del tararí de las trompetas.
Uno de los ejemplos más claros del uso abusivo y tramposo de la declaración de que los jóvenes son el futuro de la patria, es la Asamblea Legislativa, ese asilo de ancianos donde más frecuente se escucha el resonar lleno de civismo y amor patrio la famosa frase, mientras los diputados “históricos” se aferran a sus cómodos sillones, cagados de pánico y meados de aflicción ante la posibilidad de que los jóvenes de hoy se tomen su templo por asalto.
¡Ah! Se alzan las voces henchidas de “experiencia” es que a los jóvenes les falta mucho que aprender, son calenturientos e irresponsables, aún no están preparados para conducir los destinos de la patria, dicen los conductores que a cada rato atropellan los sueños de la juventud en las autopistas de la realidad... Definitivamente, es sospechosa la unanimidad con que se proclama que los jóvenes son el futuro de la patria.  
Pues bien, mi sospecha de que algo oscuro esconde tanto interés y entusiasmo por heredar a los jóvenes el futuro, seguramente se habría ido conmigo a la tumba fría o a la otra orilla, si no es por el tal Roque, ese jodido de cuerpo entero que no deja títere con cabeza.
Y es que gracias a los versos del Roque descubrí que la explicación es sencilla: son los viejos aleccionados por los dioses los que hacen uso demagógico de la frasecita en cuestión, precisamente para joder a los jóvenes en el presente. Para no darles el pastel ahora, para consolarlos con un futuro en el cual ya no serán jóvenes sino viejos aburridos unos, y otros anquilosados y agarrados con uñas y dientes al poder igual que los que hoy les ofrecen el futuro. Blakamanes de la política, de la religión y de la academia, los viejos prestidigitadores aleccionados por los dioses con un pase mágicamente demagógico convierten a la juventud en los viejos dirigentes del futuro. A los jóvenes les heredan un futuro en el que los jóvenes serán otros, no los de hoy. Así, al final, el verdadero futuro que la luminosa frase ofrece, es un futuro gobernado por (me auto cito) “viejitos temblorosos, atacadas sus mentes por una especie de alzheimer ideológico”, que sin embargo, tampoco olvidarán heredar el futuro de la patria a los jóvenes.
Por qué, digo yo, en lugar de proclamar a los cuatro vientos —y sobre todo cuando soplan los vientos electorales, es decir, las ventoleras— que los jóvenes son el futuro de la patria, no les entregan sin más el presente de la patria ahora que de verdad son jóvenes.  ¿Acaso creen que los jóvenes son viejos idiotas?

domingo, 6 de septiembre de 2015

"Qué quería la patria / esa de los escudos y el tararí de las trompetas" (Roque Dalton, en El Turno del ofendido)



El tal Roque es un bocón, por eso me gusta. Y hoy me ha llevado a pensar en el mes cívico, con un mi civismo que no da para mucho. Cómo que no entiendo eso de ser patriota de una patria que no existe, no por hoy. Pero creo que quiero mi pedazo de tierra lo suficiente como para soñar con que un día será, no sé muy bien qué pero será un paraje mejor que el que hoy habitamos. Pero no son de estas tristuras y anhelos las que el mes cívico y la independencia (¿ja, ja, ja?) traen a mi cacumen retorcido, sino un asunto que permanece en una polémica medio anodina y medio hipócrita, pero en todo caso sumamente mediática, y que, si se mira bien tiene que ver con esto de la independencia, el civismo y fundamentos de la patria: las resoluciones de la Sala de lo Constitucional.
Si las resoluciones de ese órgano del estado, que por fin suena, medio desafinado pero suena, son correctas o no, quizá dependa del ojo con que se mire, y de las ganas de joder de quienes las toman y utilizan de acuerdo a sus propios intereses. Personalmente, a lo Perogrullo, comparto algunas de sus resoluciones, otras no logro descifrarlas y otras más me parecen del todo equivocadas, ¿qué vamos a hacer, alma de mi alma, si el niño es cabezón?
De todos modos, no me interesa defender a una institución cuyo fin último es garantizar que los fundamentos del estado salvadoreño sean respetados. Y por aquí va la cosa que sí me interesa. Quiero ver esta situación con los ojos que me prestan los versos del Roque: “Las leyes son hechas por los ricos / para poner un poco de orden a la explotación.” (La guerra es la continuación de la política por otros medios y la política es solamente la economía quintaesenciada. XVI Poema - Las historias prohibidas del pulgarcito).
Hasta el momento, la polémica se ha centrado en si son correctas las decisiones de la Sala de lo Constitucional, si responden a interés oscuros, si se han vendido o forman parte de una conspiración en contra del gobierno de izquierda, o quizá sea mejor decir del gobierno del actual partido electoral llamado Fmln. Quizá sí, quizá no. El punto es que como dijo el narizón aquel, no pidas peras (gratis) al tendero.
Y es que el problema no es el de las resoluciones, sino del texto en que se basan esas resoluciones; la Carta Magna, que aunque suena a medicina para los cólicos, es una manera solemne de llamar a la Constitución de la República. Esta tiene como objeto regular el Estado, normarlo, fortalecerlo y hacerlo operativo. Es, por decirlo así, la máxima ley de las que se derivan todas las demás. La ley de leyes, la ley destinada a darle sustento político e ideológico a un estado que, se comprende, es una expresión del sistema político y social bajo el cual vivimos y morimos los ciudadanos de este país que da risa de tan chiquito, aun cuando de vez en cuando se ponga tan bravo como don Miguelito Mármol.
Es decir, que toda Constitución es un instrumento del sistema que la parió. La crea el sistema como un instrumento para defenderse de quienes están en desacuerdo con él y para perpetuarse. Y en nuestro caso, es una Constitución producto del sistema capitalista —y aquí entra Roque precedido de su enorme nariz de sabueso histórico—, y como hija del capital es hecha por los ricos para poner un poco de orden en la explotación sobre la que descansa el sistema mismo.
Esto hace pensar que por muy auténtica que sea la interpretación que la actual o cualquier Sala de lo Constitucional haga, terminará favoreciendo a quienes han hecho las leyes. No depende de la voluntad de los magistrados —sean estos “fantásticos”, serviles o payasos—, las bondades o yerros de las resoluciones que se tomen, porque la Constitución ha sido hecha por los ricos para mantenerse ricos y mantener jodidos a los pobres por siempre jamás.
En última instancia, es la Constitución la que está hecha para defender los intereses del capital y su interpretación favorecerá siempre tales intereses. Cambiar de magistrados sólo trasladará a otras personas el papel de guardianes del sistema capitalista; serán otros los custodios iluminados del circo, pero los dueños del circo continuarán siendo los mismos... No hay de piña, entradores, diría el narizón aquel, el problema es el sistema, así que, mejor “Degüélvanle la plata/al respetable público” (Roque Dalton. “Para que lo recite Berta Singerman”. Un libro levemente odioso).

viernes, 4 de septiembre de 2015

"Y soñé con un ser idéntico a mí que mostraba una lámpara y decía que había terminado la noche" (Roque Dalton. Las cicatrices-El turno del ofendido)



El maestro ese, el jodedor ese, el solemne irónico ese, el Roque Antonio Dalton García ese, empezó a caminar a mi lado hace ya cuarenta años. Quince tenía yo recién cumplidos y él recién había sido asesinado. Desde entonces, junto a Dagoberto Vega Cea —mi padre—, Cesar Vallejo, Nelson Brizuela, Herman Hesse y Carlos Martínez Rivas, el Dalton es una de las presencias definitivas en mi vida. No lo considero una influencia literaria; la verdad, aunque no encuentro un por qué, nunca quise escribir como él, nunca me dio por estudiarlo “seriamente” ni por desentrañar su técnica y descubrir sus recursos, me bastó y me basta con leerlo con la misma actitud con que escucho a mis más queridos amigos, un poco distraído y otro poco agradecido por la dicha de saberlos a mi lado.

Acaso esa manera de relacionarme con el poeta es para nada intelectual, y me alegra que así sea, pues el tufillo de ese calificativo siempre me causa escozor en la nariz. Además, ahora que ya vengo de regreso, pienso que al Roque le hubiese parecido mejor así, porque consciente lúcido de sus propias influencias literarias, lo era también —y nos lo dijo— de que la poesía no está hecha solo de palabras. Por eso, poco, digo yo, le habría interesado inducir influencia, si esta se hubiese limitado a la forma, a una influencia de manual y academia. Lo que aprendí de Roque, si es que algo aprendí, también de Nelson lo aprendí: retorcerle el cuello al cisne de la puta poesía e intentar encontrar mi propia voz. Y si esa voz, en mi caso, tiene la felicidad triste de la ebriedad, es bueno para mí que sea así, porque yo, como aquel, amo el amor, la vida, el dulce encanto de las cosas, el paisaje celeste de los días de enero... y, por qué no decirlo, he amado también las borracheras idas que me salvaron de los horrores y la hipocresía burguesa de un tiempo y un sistema con el que nunca he podido ni quiero pactar.

Pero bien, si no reivindico para mí la influencia literaria del Roque ese (aunque sí hay una que declararé al final), sí estoy seguro que su obra, paradójicamente como la Biblia o el Quijote, que tantos citan y pocos leen, es encrucijada de múltiples caminos. En uno de esos caminos pretendo trashumar, cuando el ánimo me guíe, en esta columna, a riesgo de parecer, no el gran escrutador, sino apenas un pequeño e irreverente pariente del Dalton ese que me ha acompañado largo tiempo. Y es que he descubierto, que de la poesía de Roque me saltan a la cara y a la conciencia versos que me llevan hacia diversos parajes —del amor, la política, la existencia, la derrota— de mi propia reflexión.

Es decir que he encontrado una forma de trashumar roquendo que me sustrae de los templos donde pastan las vacas, y que partiendo de un par de versos del Dalton ese, me producen ganas de decir lo que pienso o siento, o siento y pienso, cuando las palabras me atorzonan el gaznate y de nada me sirven los sesudos análisis de los analistas, ni las lúcidas propuestas políticas de los políticos, ni las alentadoras palabras de los palabreros de la Palabra, ni los lindos versos de los liróforos celestes.

Y, para terminar, la verdad es que sí hay en mí una evidente influencia daltoniana desde que soy chiquito, que he preferido declarar de último valiéndome de una anécdota de mis primeros tiempos. De aquellos tiempos cuando en los hornos de la patria se cocía entre esperanzas y angustias la guerra.

En una pausa de la conspiración, en el local de Andes 21 de Junio del Sonsonate de mi juventud ida, nos encontrábamos jugando pin pon con el seco Salva, un dirigente sindical de la industria eléctrica. Aquel local era también local subrepticio del Fapu (Frente de Acción Popular Unificada). El profe Chusito esperaba su turno para jugar y mientras tanto se entretenía leyendo la Chispa, un boletín que publicábamos los estudiantes de Ardes (Acción Revolucionaria de Estudiantes de Secundaria) de la cual su servidor era Secretario General. En el pequeño boletín mimeografiado que leía Chusito estaba el primer poema que publiqué. Lo leyó y de pronto el profe dijo: “Este Tavo se parece a Roque Dalton... ¡es narizón!”
Yo recién había cumplido los quince años y recién habían asesinado a Dalton, desde entonces amé a Roque y me dio por leerlo sin imaginar que cuarenta años después aun lo seguiría leyendo y viendo en mis sueños a un poeta que me muestra una lámpara.

martes, 21 de abril de 2015



Por un cliché muy difundido en la literatura y el cine, consideramos tristes las vías férreas; quizá porque la perspectiva las hace parecer infinitas e imposible llegar al horizonte que frente a ellas se abre.
Hoy, que mi trashumar me ha llevado a caminar un trecho de la vía en Soya pango, advierto que mis primeras impresiones de la «línea del tren» son de una alegría que aún no se me acaba.
En la infancia, los viajes en tren a Caluco propiciaban una caminata sobre la línea. Una fiesta en las que el traqueteo de los vagones y el resoplar de la locomotora eran el rock de fondo, y el pito esporádico el estribillo. En la adolescencia, la vía férrea continuó siendo el camino de la felicidad y la aventura, cuando con Efraín Carpio y Joaquín, el deseo de viajar y conocer otras tierras y otros cielos lo domábamos con caminatas sin destino sobre durmientes y rieles que eran nuestro camino de ladrillos amarillos.
Después hube de conocer otras vías férreas. Y aunque no velaron en mi memoria la felicidad que para mi representan, conturbaron mi corazón y lluviecieron mis ojos.
Qué tristes por ejemplo, las de Nicaragua, tendidas bajo un sol puro e inclemente, entre nubes de polvo ardiente que se confundían con el humo de la vieja locomotora a punto de desarmarse en cualquier momento.
Y que tristes también las vías ticas —bien cuidadas durante mi trashumar por Costa Rica—, a pesar del jolgorio de los viajeros y del ritmo caribeño que los negros sumaban al recorrido.
La vida me dice ahora, que la tristeza era un reflejo del destierro. Las vías férreas eran una manera de sentir, como en la herida al alcohol, la distancia que nos separa de la tierra primigenia y los seres que la pueblan; una forma atroz de recordar que el camino que estaba frente a uno, podía conducir a cualquier parte menos a casa.
A la cual volví, a pesar de todo. Para comprender azorado que es cierto: son tristes las vías férreas. Y además de tristes, se complacen en gritarlo; no sólo por su abandono y su fuga al infinito, sino por la miseria que a sus lados se concentra.
Decenas de miles de hogares salvadoreños viven su tragedia a orillas de la «línea». Parias, desplazados, marginados pueblan sus costados como esporas de la miseria; profesionales, empleados públicos, obreros, desempleados, hombres y mujeres que no encontraron otra solución para su necesidad de abrigo, son los que dan vida —melancólica y sencilla pero vida al fin— a las vías férreas de El Salvador.
Las niñas y los niños descalzos, vestidos con harapos, que juegan entre los durmientes de la línea, con todo y la felicidad que mana de su inocencia son pústula de la sociedad y cafre falta de equidad y oportunidades para todos.
Son otro mundo, las líneas del tren, construido a golpe de carencia y sueños rotos, donde el rostro del sistema se muestra sin su máscara; y las antenas que aquí y allá se yerguen como plateados y secos izotes, más que el desarrollo muestran el rostro de una vida que naufraga entre el marasmo del consumismo y la contradicción.
Son tristes en verdad las vías férreas, como son tristes las vidas que a sus costados crece… Y aún así, quienes a su abrigo viven soñando con dejarlas atrás, las prefieren antes que verse deambulando por la ciudad sin techo, sin un lugar donde reposar del trajinar diario, sin un patio donde sus hijos jueguen.